Agustina tiene una hermana gemela (Luciana) con quien comparte rasgos japoneses –sólo que en versión blonda con ojos claros– que distraen. Pero con Silvia, alias la Japo, no pueden ser más distintas. «Ya desde la personalidad ella tiene una audacia y una valentía que pocas personas tienen. Así que quise contar cómo fue crecer con una mamá tan particular», explica una discreta Agustina –hoy madre de Ana y Pedro– mientras pispea en la cocina cómo se prepara una comida típicamente japonesa.

Igual que cuando Silvia era chica y en su casa de Santa Fe se comía al modo occidental de día y liviano y japonés de noche: «‘Para tener mejores sueños’, así decía el abuelo, ¿te acordás Agus?», señala Silvia y su hija asiente. «Pensar que volvíamos del colegio y con mis amigos corríamos a casa a merendar –explica Agustina–, íbamos directo a buscar gohan (arroz). Los chicos nos veían comiendo japonés y decían sorprendidos ‘¿y el Nesquik?’ Es que la comida era el nexo con una cultura japonesa a la que recién hoy de grande comienzo a acercarme, pero siento que siempre estuvo latente desde mi amor por su poesía, los haikus y films. Desde que tengo memoria, si en casa había algo que celebrar se comía japonés», recuerda Agustina.

Mamá Morizono no puede evitar reírse. «Me acuerdo de ir en el auto con las chicas y Luciana gritando ‘¡No voy a compartir mi sashimi!’ Y yo, ‘Sí, vamos a compartir todo!’ Mis hijas morían por los platos japoneses. Hoy con mis nietos pasa lo mismo», señala Silvia.

EL PLAN. «Convertida yo misma en madre, creo que me picó la curiosidad. Comencé a tener charlas tranquilas con mamá que no solía tener –explica Agustina–. Me decidí a entrevistarla y fuimos eligiendo bares que nos gustaban para nuestras charlas. Eso se transformó en un plan».

Así salieron a relucir recuerdos de una mujer que fue pionera en imponer el sushi al comensal local. Restauranter, cocinera, host, la Japo se convirtió en un personaje de Buenos Aires. «Sabíamos que no era una mujer convencional. Me acuerdo de haberle pedido para una reunión de padres ¡por favor que se tiñera el pelo de un mismo color!», se ríe Agustina. «Es que lo usaba mitad de un color y mitad de otro. Probaba esmaltes, me ponía purpurina que me traían de Londres…», se ríe a carcajadas Morizono, quien de la mano de Luis Mounier (su pareja desde hace 40 años y gran cocinero) en 1992 dio el gran paso.

«Veníamos de vivir en Bahía, de hacer sushi frente al mar y en Buenos Aires no existían restaurantes japoneses así para un público que no fuera de la colectividad. Así que abrimos uno, Morizono por mis raíces, en Palermo. A muchos tuvimos que enseñarles de qué se trataba el sushi, cómo se manejaban los palitos. Fue un éxito total», dice.

Hoy hay pocos restaurantes asiáticos que no se jacten de tener algún training o paso por las cocinas de Morizono. «Luego abrimos el otro en Reconquista y Paraguay (con Narda Lepes, en sus primeros pasos en la cocina asiática) y el último –Moshi Moshi– en Belgrano». Las gemelas eran las camareras preferidas de clientes como Norma Aleandro o Alfredo Alcón… «Eso sí, mamá y Luis me despedían cinco veces por noche, por meterme en la cocina con pedidos especiales», se ríe Agustina.

Lo de Morizono se convirtió en parada obligada, un refugio para artistas nacionales e internacionales: «Cocinaron catering para The Ramones, Iggy Pop, Paralamas y Roxette, ¡nos divertíamos como locas! –asegura Rabaini–. Al restaurante de mamá entraba Spinetta a cocinar, se refugiaban Fito y Charly todas las noches. La gente venía tranquila porque sabía que aquí no entraba la prensa», detalla Agustina, y asegura: «No quise escribir un libro cholulo. Necesitaba homenajear a mamá, que jamás fue una simple ‘mamá’, con mi estilo. Escribir sobre ella fue descubrir apenas una de sus siete vidas».

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